jueves, 16 de julio de 2009

El cuento de Amelia (fragmento)

Era invierno aún, mediados de enero, pero en mi tierra en esas fechas ya hace calor. Un viento fresco movía las altísimas palmas del camellón de la avenida Morelos mientras el sol desértico me mantenía en mangas cortas y sacando gotas gruesas de sudor que caían frecuentemente sobre el motor de mi carro. Era la tercera vez en dos semanas que tenía que ponerme a trabajar en él después de que en mi trayecto de la casa al trabajo el carro dejaba de funcionar de repente.
Estaba sacando mi sucio pañuelo de la presilla de mi pantalón donde lo sujetaba mientras la hacía de mecánico, cuando la vi. Iba en un carro mucho más viejo y destartalado que el mío, haciendo un ruido ensordecedor de motores antiguos. Sus grandísimos ojos libaneses me voltearon a ver por un segundo mientras daba vuelta hacia la calle Colón. Si mi problemático carro me sacaba sudor con los corajes que hacía arreglándolo, los ojos redondos y la boca delgada y filosa de Amelia casi me matan por deshidratación. Sus delgadas manos sujetaban con firmeza el gigantesco volante de su viejo carro blanco y le hacían dar al menos veinte vueltas antes de que lograra doblar torpemente la esquina. Seguí su camino con la mirada hasta que se escondió tras las coloniales casonas del centro, pero mi mente la siguió hasta que llegó a su casa, a su recámara, de vuelta a la calle al día siguiente, y así por muchos días más antes de tener la fortuna de volver a verla.

jueves, 25 de junio de 2009

(fragmento)

Era como una regla de la naturaleza. Implacable, implícita, incuestionable.
Él no le hablaba a ella, y por eso tampoco ella a él. Llevaban clases juntos pero jamás se sentaban cerca, no hacían amistades en común. Si por alguna fortuita razón, principalmente académica, él debía hablar de ella o a ella, lo hacía rápido, como queriendo que el momento terminara, y decía su nombre en un tono más bajo que el resto del enunciado.
A veces ella lo odiaba por su indiferencia. Le parecía altanero, narcisita, prejuicioso, prepotente, machista, y hasta racista, porque el cabello de ella era casi rubio y su tez, mucho más clara.
Otras veces, las menos, ella lograba mantener su mente ocupada en otra cosa, como poner atención a la clase, y ganar un día menos de gastar sentimientos en él.
Algunas veces, ella deseaba su muerte.
Empezaba a olvidarlo bajo el argumento de que la estatura de él era mucho menor; lograba convencerse de que la recta que dicta que el hombre debe de ser más alto que la mujer no era solamente social, sino natural, tal vez incluso divina, y por lo tanto inquebrantable. Él no era para ella.
Pero entonces se enteraba de que él tenía novia... y la susodicha era cuando menos siete centímetros más alta que él, sin usar tacones. Y cuando menos siete veces más guapa que ella, sin arreglarse... así, el odio volvía de nuevo y había que buscarse un argumento que reemplazara el de la estatura, y seguir así, aboliendo argumento tras argumento, pasando de oleada en oleada, de odio a más odio, etcétera.
El colmo del drama era que las mamás de él y ella eran amigas, y que la mamá de ella era bastante comunicativa. Por lo tanto, si la muda presencia de él en su vida escolar no la volvía suficientemente inestable, podía escuchar noticias acerca de él y los suyos (y de esa, la alta, también) a la orden de, cuando menos, una vez a la semana.
Pero fue así como se enteró de lo que le sucedió a él, o de lo que casi le sucede por primera vez.
La ciudad donde ambos vivían, antes tranquila y pacífica hasta el punto de la aburrición, se había convertido recientemente en un campo de batalla entre el crímen organizado y el gubernamental. Varias bandas de secuestradores aprovechaban la confusión para elevar sus ingresos. Diariamente se sabía de nuevos clientes.
(...)

miércoles, 11 de marzo de 2009

basura pre-examen

2006.11.24
Érase una vez un siete. De esos sietes que tienen la espalda curva y una línea horizontal cruzándoles medio pecho. Este siete se encontraba muy feliz dentro de una celda del diagrama del método húngaro para el problema de asignación de trabajos en la hoja rayada del cuaderno
sobre el cual yo, esta mañana, estudiaba para mi examen.
El siete me hacía feliz porque es un número muy bien parecido y que me sale derechito la mayoría de las veces.
Pero entonces apareció un ocho en la celda de la derecha. Un ocho feo, horrible, espantoso. De esos que se creen bien flacos y se aprietan la panzota con un cinto
hasta que ya no lo aguantan más y lo revientan, entonces se convierten en ceros, osea nulos - ya no valen porque fueron demasiado vanidosos en un principio.
Ese ocho era el número más grande de la fila, y como yo estaba haciendo maximización de utilidades, entonces había que circular al ocho y, ni modo, restarle a ocho los números de las demás celdas de la columna.
Así que mi bonito siete se convirtió en uno.
Los unos son pobrecitos porque están solos, y no me gustan.
Pero este uno sí me gustó porque me recuerda al uno que no está solo porque lo acompañan dos ochos bien auténticos (osea ceros) y que formarán el cien que me voy a sacar en mi examen.

viernes, 6 de marzo de 2009

capítulo 3 (cuento)

Marcelita llegaba siempre tarde a misa. Iba todos los días, comulgaba siete veces a la semana y se confesaba dos. Se vestía de manga larga y falda hasta los tobillos, se cubría con un pañuelo de seda los rizos dorados de su cabeza. Rezaba el rosario fervorosamente después de cada Eucaristía, rezaba al levantarse en la mañana y antes de acostarse a dormir en las noches. Pero aún con tanta devoción jamás había llegado a misa antes de que se leyera la segunda lectura. Siempre llegaba exactamente en el momento en el que los otros ocho fieles que asistían con regularidad se pusieran de pie para cantar el Aleluya con sus rasposas voces de viejecitos. El sacerdote sabía de memoria la rutina de Marcelita. La liturgia previa al Aleluya había perdido significado para él desde que Marcelita se había aparecido en su parroquia por primera vez hacía diez años. Cada día en misa de ocho esperaba a que ella llegara para coordinar sus pasos hacia el ambón con los de Marcelita hacia su lugar en la segunda banca del centro. A partir del Aleluya, hablaba con más ímpetu, colocaba sus manos por encima de su cabeza para exhortar a sus fieles a orar, incluso bajaba al presbiterio para decir la Homilía, en vez de hacerlo desde el ambón, como los otros padres. A partir del Aleluya, aparentaba ser un sacerdote más entregado. Pero en su mente sólo había lugar para Marcelita. Sus ojos dorados hacían que pasara desapercibido en su corazón incluso el santísimo momento de la Consagración. Por las manos pequeñas y blancas de Marcelita, las manos del Padre Fidel no sentían el ardor luminoso del pan convertido en el Cuerpo.

capítulo 2 (cuento)

Cada martes por las tardes, el museo de arte moderno ofrecía una conferencia impartida por alguna personalidad experta en artes gráficas, y por siete meses consecutivos, una mujer de edad avanzada, con un gran bolso floreado que llevaba sin importar el atuendo, se había dedicado a asistir puntualmente cada martes. Llegaba con quince minutos de anticipación, se sentaba en la tercera fila, se colocaba muy seriamente unos bifocales de armazón rosa mexicano y leía escrupulosamente el folleto que recibía en la entrada del edificio y que contenía la agenda de la tarde. Recibía de pie al expositor, y durante los primeros once minutos de la charla, asentía con la cabeza o se reía de los comentarios graciosos con la mayor precisión. Pero al empezar el minuto doce, los ojos se le comenzaban a torcer. Entre cuatro y cinco cabeceadas más tarde, la señora quedaba profundamente dormida. La rutina era la misma cada martes, y como cada uno de los veintiocho martes anteriores, el día trece del mes de septiembre, sus primeros once minutos de lucidez no le bastaron para darse cuenta de que el pintor local que ofrecía una ponencia sobre el arte flamenco la observaba disimulada pero atentamente, y se preguntaba si la mano que sostenía el bolso floreado ostentaría un anillo de matrimonio que le impediría proponerle una cita.

capítulo 1 (cuento)

El martes en la mañana las nubes estaban bajas y la humedad hacía que las personas que esperaban en la estación se sentaran donde podían, con sus caras brillosas y las botellas de agua vacías, a esperar su autobús.
En la parada 7A, un hombre joven con el pelo revuelto y calzado de sandalias escuchaba música en su ipod y ocupaba la banca entera con sus largas piernas y su actitud desdeñosa. Reclinaba la cabeza en el pilar de concreto que sostenía la banca y, por tener los ojos cerrados, no se dio cuenta de que el amor de su vida se sentaba en el piso a esperar el mismo autobús.
...

jueves, 5 de marzo de 2009

las palmeras de la morelos (fragmento)

Un día de verano, muy soleado. La vi como por primera vez sentada sobre el césped verde, resplandeciente, con su cabello negro despeinado flotando a ambos lados de su rostro griego. Sonriendo, como siempre, con la boca cerrada. Incluso cuando lloraba, las comisuras de sus labios no dejaban de curvarse hacia arriba. Sus ojos estaban entornados por el sol, la luz dorada se reflejaba en sus irises color miel. Ese día nos habíamos escapado de nuestros respectivos empleos mediocres de oficina, montamos nuestras bicicletas y seguimos la carretera vieja hacia el sur. Cruzamos más de un pueblito de casas azules, naranjas y verdes con flores plantadas en botes de plástico reciclados colocadas en las ventanas que, en el mayor de los casos, no tenían cristal. Niños descalzos nos perseguían cuando nos cruzábamos en su camino cuando sus piernitas no eran demasiado delgadas ni sus panzas demasiado infladas, aunque algunas veces no detenían su juego de futbol callejero ni aunque la desinflada pelota se desviara entre las llantas de nuestras bicicletas y se desinflara un poco más, si tal cosa era posible. Nos detuvimos hasta que las casitas se volvieron más escasas, encontramos un espacio de la carretera en donde a ambos lados crecían unos árboles gigantes, con ramas creciendo a no más de metro y medio del piso y bastante gruesas y horizontales como para soportarnos a ella, a mí, a nuestros libros y nuestra canasta de comida. Tal vez, si no me hubiera quedado con mi mediocre puesto de oficina me había dedicado a la botánica y habría sabido cuál era el nombre de esos árboles. Tal vez incluso habría sabido el nombre de la carretera por la que viajábamos, por simple cultura general, porque quien se dedica a la botánica suele ser más culto que quien se dedica a contestar teléfonos y servir café. Cuando las sombras de los árboles se alargaban sobre la carretera hasta tocar las de los árboles del otro lado, nos bajamos de nuestras ramas con un salto, empacamos las pocas cosas que llevábamos y emprendimos el viaje de regreso. Los niños que nos habían perseguido por las calles sin pavimentar roncaban suavemente desde sus delgados colchones junto a las ventanas sin cristal de sus pequeñas casas de adobe. Ella y yo nos despedimos al llegar al parque que separaba su lugar de trabajo del mío y nos fuimos a nuestras casas a dormir. Nunca la visité en su casa ni ella a mí en la mía.

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