lunes, 29 de noviembre de 2010

La 'indirecta'.

Se terminó la clase de las tres con la maestra loca y para variar no habíamos hecho nada importante. Apagué la computadora y de reojo vi que ella se apuraba por terminar su trabajo. Me quedé platicando en la salida, manteniendo abierta la puerta de vidrio en lo que ella me alcanzaba. Ya afuera, me devolvió los DVDs que le había prestado y se disculpó por haberse demorado varias semanas. Hablaba rápido, riéndose de mis comentarios y de sus propias bromas, que siempre eran muy malas, pero de pronto se interrumpió a sí misma a media conversación y se me quedó viendo. No me sorprendí porque, aunque había dejado de parpadear por varios segundos, sonreía. Me di cuenta de que estaba mucho más alta que yo porque traía tacones; durante su silencio le veía el cabello, largo y liso pero despeinado.
De pronto, a pesar de las tres cajas de películas que yo aún sostenía, me tomó firmemente de la mano izquierda y me jaló corriendo hacia las escaleras. Brincamos tres peldaños y súbitamente me volteó a ver y me dijo “No tienes clase ahorita, ¿verdad?”. Respondí que no mientras ella se quitaba los zapatos y cuando vi que se sacaba su celular para fijarse en la hora le dije que eran las cuatro y media, pero pareció no escucharme. Me volvió a tomar de la mano y me hizo subir a toda prisa.
Llegamos al último piso, el de la biblioteca. Las puertas automáticas se abrieron cuando pasamos corriendo pero no entramos, tampoco nos subimos al elevador, sino que dimos vuelta a la izquierda por un pasillo en cuya existencia yo nunca había reparado y ahí me soltó. Volvió a revisar la hora en su celular color rosa mexicano, y dejó sus zapatos en el alféizar de la ventana por la cual yo veía la lejana cancha de fútbol mientras recuperaba el aliento y maldecía mi antiguo vicio por el tabaco. Ella se sentó en el suelo y se puso a hurgar en su mochila de mezclilla, que más bien parecía pañalera. El contenido de la bolsa hacía ruidos de cascabeles, llaves, papeles y envolturas de plástico mientras esparcía por el piso de mármol su estuche de lentes, unos libros de la biblioteca, su cuaderno de dibujo, un llavero en el que traía colgada una muñequita tejida que yo le regalé en nuestra segunda cita… Finalmente, con una mueca de triunfo, sacó una larga tira de seda naranja con dibujos extraños y listoncitos de colores en las puntas. Guardó todo de nuevo en su bolsa, a toda prisa y sin orden aparente, y me pidió, como si fuera algo obvio, que me volteara hacia la puerta que estaba al final del pasillo. Sentía mucha curiosidad pero le hice caso; sólo pasaron unos segundos hasta que me volvió a tomar de la mano y me condujo hacia la puerta. Sonreía y sus dedos me apretaban muy fuerte.
Entramos a un pequeño cuartito que yo supuse que era para los intendentes del edificio.
Cerró la puerta detrás de nosotros sin ponerle seguro. Entonces deslizó sus manos lentamente, apenas rozando mis brazos hasta los hombros, se acercó, sonriendo, y me besó en la boca. Tardé unos segundos en reaccionar, luego la besé, sonriendo, también, porque sus labios sabían al gloss de limonada rosa que usó en la tercera vez que fuimos al cine.
Nadie entró a interrumpirnos, ni siquiera escuchamos el elevador funcionando del otro lado de la delgada pared. En la parte más recóndita de mi conciencia recordé la cita que tenía con María para unas grabaciones y que me estaba perdiendo, y la clase que ella se estaba volando a pesar de sus pésimas calificaciones.
Para mí pasaron horas antes de que saliéramos de la mano de ese pequeño cuartito, sonriendo los dos, yo pensando en invitarla de nuevo al cine o a un café, ya que estábamos en eso de olvidar los compromisos de rutina. Pero cuando revisé la hora en mi celular, mientras ella se ponía los zapatos que había dejado en la ventana y se estiraba para quitar del techo una tira larga de seda naranja, vi que eran otra vez las tres veinte y al voltear a mi alrededor estaba solo, en el pasillo junto a los elevadores del piso de la biblioteca, y sin embargo la película de Piratas del Caribe se asomaba en mi mochila y una señora pasaba a mi lado observándome con curiosidad y sosteniendo un trapeador mojado.

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TRC, Mexico