viernes, 6 de marzo de 2009

capítulo 3 (cuento)

Marcelita llegaba siempre tarde a misa. Iba todos los días, comulgaba siete veces a la semana y se confesaba dos. Se vestía de manga larga y falda hasta los tobillos, se cubría con un pañuelo de seda los rizos dorados de su cabeza. Rezaba el rosario fervorosamente después de cada Eucaristía, rezaba al levantarse en la mañana y antes de acostarse a dormir en las noches. Pero aún con tanta devoción jamás había llegado a misa antes de que se leyera la segunda lectura. Siempre llegaba exactamente en el momento en el que los otros ocho fieles que asistían con regularidad se pusieran de pie para cantar el Aleluya con sus rasposas voces de viejecitos. El sacerdote sabía de memoria la rutina de Marcelita. La liturgia previa al Aleluya había perdido significado para él desde que Marcelita se había aparecido en su parroquia por primera vez hacía diez años. Cada día en misa de ocho esperaba a que ella llegara para coordinar sus pasos hacia el ambón con los de Marcelita hacia su lugar en la segunda banca del centro. A partir del Aleluya, hablaba con más ímpetu, colocaba sus manos por encima de su cabeza para exhortar a sus fieles a orar, incluso bajaba al presbiterio para decir la Homilía, en vez de hacerlo desde el ambón, como los otros padres. A partir del Aleluya, aparentaba ser un sacerdote más entregado. Pero en su mente sólo había lugar para Marcelita. Sus ojos dorados hacían que pasara desapercibido en su corazón incluso el santísimo momento de la Consagración. Por las manos pequeñas y blancas de Marcelita, las manos del Padre Fidel no sentían el ardor luminoso del pan convertido en el Cuerpo.

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