jueves, 5 de marzo de 2009

las palmeras de la morelos (fragmento)

Un día de verano, muy soleado. La vi como por primera vez sentada sobre el césped verde, resplandeciente, con su cabello negro despeinado flotando a ambos lados de su rostro griego. Sonriendo, como siempre, con la boca cerrada. Incluso cuando lloraba, las comisuras de sus labios no dejaban de curvarse hacia arriba. Sus ojos estaban entornados por el sol, la luz dorada se reflejaba en sus irises color miel. Ese día nos habíamos escapado de nuestros respectivos empleos mediocres de oficina, montamos nuestras bicicletas y seguimos la carretera vieja hacia el sur. Cruzamos más de un pueblito de casas azules, naranjas y verdes con flores plantadas en botes de plástico reciclados colocadas en las ventanas que, en el mayor de los casos, no tenían cristal. Niños descalzos nos perseguían cuando nos cruzábamos en su camino cuando sus piernitas no eran demasiado delgadas ni sus panzas demasiado infladas, aunque algunas veces no detenían su juego de futbol callejero ni aunque la desinflada pelota se desviara entre las llantas de nuestras bicicletas y se desinflara un poco más, si tal cosa era posible. Nos detuvimos hasta que las casitas se volvieron más escasas, encontramos un espacio de la carretera en donde a ambos lados crecían unos árboles gigantes, con ramas creciendo a no más de metro y medio del piso y bastante gruesas y horizontales como para soportarnos a ella, a mí, a nuestros libros y nuestra canasta de comida. Tal vez, si no me hubiera quedado con mi mediocre puesto de oficina me había dedicado a la botánica y habría sabido cuál era el nombre de esos árboles. Tal vez incluso habría sabido el nombre de la carretera por la que viajábamos, por simple cultura general, porque quien se dedica a la botánica suele ser más culto que quien se dedica a contestar teléfonos y servir café. Cuando las sombras de los árboles se alargaban sobre la carretera hasta tocar las de los árboles del otro lado, nos bajamos de nuestras ramas con un salto, empacamos las pocas cosas que llevábamos y emprendimos el viaje de regreso. Los niños que nos habían perseguido por las calles sin pavimentar roncaban suavemente desde sus delgados colchones junto a las ventanas sin cristal de sus pequeñas casas de adobe. Ella y yo nos despedimos al llegar al parque que separaba su lugar de trabajo del mío y nos fuimos a nuestras casas a dormir. Nunca la visité en su casa ni ella a mí en la mía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

ubicación:

Mi foto
TRC, Mexico